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Perdida en Napoli - La culpa fue mía

Actualizado: 22 nov 2020

El problema fue que dejé a Napoli como mi último destino en mi viaje por Europa. Roma, Pisa, Florencia, Mónaco, Niza, París, Burdeos, Barcelona y Cagliari me dejaron con altas expectativas de Nápoli. En estas ciudades nunca me sentí en peligro a pesar de haberme perdido muchas veces, las calles tenían basura mínima y siempre que pedía ayuda la recibía. Napoli, en cambio, me recibió con brazos cruzados desde que llegué al aeropuerto. El punto de espera para tomar un transporte público que te saque del aeropuerto a la ciudad tenía una larga línea de personas que llegaron antes que yo y ningún transporte visible, por lo que deduje que demoraba bastante. Luego de dos o tres buses al fin llegó uno en donde había un puesto para mí. 


Había hecho conexiones con un hostal en el centro así que supe donde debía bajarme para ir caminando al lugar. Al bajarme en la calle indicada en vez de caminar hacia la izquierda, caminé hacia la derecha. Ese fue mi error. Deben poder visualizar mi estado de mochilera. Literal, una gran mochila en mi espalda, un abrigo amarrado en la cintura, y una pequeña cartera de donde no quería sacar el celular, aunque si lo hubiera sacado me habría dado cuenta que iba en dirección contraria. 


Cuando ya llevo diez minutos caminando, veo que la calle se pone cada vez más desierta. Menos carros, menos edificios, solo un lote grande baldío y muchas personas indigentes, o al menos me recordaron a los indigentes en mi país. Preocupada, me armé de valor y miré rápidamente el mapa en mi celular para darme cuenta que tenía que devolverme por donde venía. Me di la vuelta y empecé a caminar en la dirección correcta. Para mi desfortuna, las personas de dudosa procedencia también se dieron cuenta. Y a uno de ellos le pareció bien acompañarme. 


De pronto escuché desde el otro lado de la calle alguien gritando algún saludo en inglés, no en italiano (Yo tenía un letrero en la frente que decía “extranjera NO SOY DE AQUÍ”). Empecé a caminar más rápido tratando de ignorar el saludo no tan amigable de mi nuevo compañero de caminata. Crucé la calle para caminar desde la otra acera y él también cruzó detrás de mí hablándome ahora en italiano. Me preguntaba que de dónde era, que a dónde iba y que si quería ser su amiga. Auxilio. Le dije que no quería ser su amiga, pero que muchas gracias. 


“¿Por qué no podemos ser amigos? ¿Qué tiene de malo?” Me preguntó. “Tu eres una mujer y yo un hombre y podemos ser amigos” Yo miraba hacia los lados buscando a otras personas, alguien que estuviera escuchando, alguien que validara como yo me estaba sintiendo. Todos los locales estaban cerrados. No había nadie más en las calles. Eran las dos de la tarde, era la hora de la siesta. Los italianos, especialmente más al sur del país, cierran todo al mediodía y abren cuatro o cinco horas después. Incluso, en la isla de Cerdeña intenté buscar algo de comer sin suerte a las 3 de la tarde, todos los restaurantes estaban cerrados, abrían nuevamente para la cena.


Yo caminaba más rápido y mi compañero me seguía el ritmo, al lado mío, hablándome. Llegando al punto inicial en donde me dejó el bus vi un carro de policía. Casi lloro de la emoción al verlo y crucé la calle para hablarles a los policías. Les pregunté sobre la dirección que estaba buscando y me indicaron hacia dónde caminar. Mi compañero de repente desapareció de mi lado. Pareciera que no quería conversar con los caballeros uniformados. Al seguir caminando, lo volví a ver de lejos, como si me estuviera siguiendo, pero me aliviaba saber que ya estaba por llegar a un lugar seguro. 


El lugar seguro nunca llegó. Pasé alrededor del edificio y no veía señales del hostal. Pregunté en el local de enfrente y la persona encargada me dijo que no sabía nada del lugar que yo buscaba y, casi echándome, que no me podía ayudar. Casi lloro. Llamé al número que indicaba el correo con la reserva y nadie contestó. Sin saber qué hacer, caminé hacia una parada de buses que estaba en la otra esquina. Había dos mujeres conversando. Les pedí ayuda y me dijeron, con acento ruso, que no sabían de ese hostal. Volví a leer la dirección en el correo. Yo estaba allí, estaba segura de que era allí. Caminé alrededor de la cuadra una vez más, más despacio, con calma, contando hasta diez y entonces lo vi. Un pequeño letrero, como del tamaño de una página carta, que indicaba que el hostal estaba en el piso cinco del edificio. La puerta para entrar al edificio estaba cerrada con llave. Para mi suerte, venía alguien saliendo y abrió la puerta. Subí al quinto piso y toqué la puerta del hostal. Nadie abrió. Llamé de nuevo al teléfono pero nadie respondió nuevamente. Luego de unos minutos, uno de los huéspedes me abrió la puerta dejándome pasar. Me dijo que el encargado no estaba pero que podía esperar en la cocina, ya que en la pequeña recepción no había donde sentarse. El encargado llegó al tiempo y me dijo que trabajaba en dos hostales a la vez. Me indicó el lugar en donde iba a dormir. Me acosté así como estaba vestida y no sabía si regresar a Roma, si llamar a mis padres, o si quedarme allí en cama durante mi estadía. 


No hice ninguna de las opciones anteriores. Me parecía absurdo llamar a mis padres, ¿qué iban a hacer desde mi país? Lo único que lograría es preocuparlos. Regresar a Roma no era sensato, ¿viajé hasta allá por nada? ¿un pequeño incidente me iba a privar de disfrutar Napoli? No podía quedarme en cama. Salí de la habitación y conocí a dos chicas polacas que se estaban hospedando en el mismo hostal que yo. Les conté sobre mi experiencia y mis ganas de no volver a salir a la calle. Ellas acababan de llegar al igual que yo y su llegada a la afamada ciudad fue igual de aterradora que la mía. Decidimos armarnos de valor, y hacer lo que vinimos a hacer, salir a conocer Nápoles. 


Me sentí mucho mejor en compañía. Caminamos por una larga y estrecha calle llena de

vendedores ambulantes, pintorescos puestos con souvenirs, y mucha gente alrededor. Los carros y motos no respetaban el paso de peatones y si no estaba pendiente sentía que me iban a arrollar. Nos empezó a contagiar la algarabía con el delicioso olor a comida italiana, y el hermoso idioma hablado en todas partes con tanta candidez. Después de todo, estábamos en la encantadora Italia. Llegamos a la famosa Via Toledo, y debo admitir que nos sentimos mejor. 


Luego de la salida con las polacas, me atreví a seguir conociendo la ciudad sola, caminando por las pequeñas calles, descubriendo pequeñas plazas, grandes avenidas y despampanantes castillos. Me quedé una noche extra en Napoli para ir a Pompeya y subir el Monte Vesubio. Cuando regresé a mi país pude relatar, con lujo de detalles, una experiencia inesperada que trajo tantas emociones, muchos bellos recuerdos, y una historia que aunque pase el tiempo yo nunca olvidaré. Puedo decir que Napoli, tan grande e imponente, se ha quedado grabada en mi corazón aunque no por las mejores razones.


Al final del día, si me preguntan si volvería a visitar Nápoles, diría que una vez fue suficiente.



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